Complicada

Este cuanto fue escrito por mi a mis 16 años, lo encontré buscando otras cosas, como suele suceder en la vida. Se puede decir q esta en desarrollo, no fue terminado y no me gustaría comprometerme a darle un final. No me interesa.


                       


                                   ***



Una vez viuda, sentí la necesidad de volver a tener a alguien más en mi cama. Ese día, en la mañana, lo vi, vestido de blanco y parecía que el tiempo, de forma burlona, lo transformaba cada vez más en el reflejo de su padre, una sombra desdibujada del ser que él siempre odió. Un día coincidimos y, casi como si supiera que lo buscaba, me invitó a un bar por un café. Terminamos en la cama y hacía el amor como en mis fantasías: dulce, tierno, animal, pero siempre a escondidas, en la oscuridad y sin besos, el peor horror. Siempre vestía de blanco, virgen de labios; me reía sola pensando que era virgen de besos, me gustaba pensar eso. Yo siempre de negro, viejo, gastado. Pocos besos, muchos encuentros y siempre nocturnos, cautelosos y hasta inocentes. La mirada de terceros lo incomodaba, nunca entendí por qué. Era super correcto; yo solo quería sus besos y su sexo.


Un día le pedí que besara mis rodillas, pero indagó en mis ojos y, luego de un silencio, me dijo "rara". Para mí, el raro era él, vestido siempre de blanco y tacaño de besos. Extraño era su andar misterioso. Lo odié una semana, hablé mal de él a todos, después lo sepulté junto a otros amantes que tuve en el fondo de mi congelador. Miradas desde el hielo de una máquina ruidosa, amantes que me guiñaban un ojo cuando descongelaba un pollo o unas milanesas desde su tumba helada.


En la semana, camino a lo de mi madre, conocí a Fernando, un bancario de estatura baja, lo suficiente baja como para abrazarlo y que su cara se hundiera en mis tetas. Me invitó a un bar a la vuelta de la estación Miserere, lugar lúgubre y entretenido para mis ojos que veían ir y venir a cartoneros en su labor bajo el sol de Buenos Aires. Yo pedí un jugo de naranja, él un vermut. Charlamos una hora, me aburrí y le dije, a modo de chiste, que el día de nuestra boda debería usar zapatos con plataforma para salir bien en nuestras fotos. Se asombró, me miró y luego sonrió como quien no entiende un chiste. Pagó y nos fuimos, me pidió mi número y yo le di uno falso porque sabía que no volvería a llamarme. Y eso me daba pena, porque era un desperdicio que mis tetas no sintieran su rostro tibio entre ellas. Debido a esto, me picaron un mes entero, como si extrañaran algo que nunca pasó.


Tratar con hombres me era fácil y difícil. Ellos no entendían mis formas y yo mucho menos las de ellos, pero había un lapso entre el conocerlos y que se espanten que me era agradable. Muchas veces era víctima de mis comentarios y otras de mis silencios. La siguiente semana me preocupé por otras cosas, limpié toda mi casa, el baño, azulejo por azulejo, ordené el botiquín y tiré todo lo que estaba vencido. Al terminar el día en estas labores, me sentía satisfecha y me dormía contenta pensando que al menos no había desperdiciado mis horas en hombres que no valían el polvo ni la pena.


En el techo de la sala había una gotera, pero no llamé a ningún hombre para que lo arreglara, no quería terminar cogiendo, enamorarme y no volver a verlo más que en el fondo de mi congelador. El techo permaneció como estaba. Al día siguiente salí a comprar, tenía todo tipo de pensamientos morosos con el panadero, el carnicero o el lechero. No tenía amigas mujeres, no quería amistades con ellas; me consolaban pensamientos tontos y machistas que aludían que la amistad entre mujeres era competitiva y hueca.


Harta de la gotera en el techo de la sala, llamé al techista. Miró la zona a trabajar, hablamos de precios y le ofrecí un vino. Charlamos y reímos sobre temas banales por un rato; él no estaba interesado en mí y eso me resultó interesante. Terminamos la charla con el presupuesto del arreglo y lo acompañé hasta la puerta.


El mes siguiente estuve totalmente sola, pero ágil en las tareas del hogar y trámites que tenía pendientes. Tapicé dos sillas que me quedaban pendientes, limpié las lámparas altas y, mientras lo hacía, notaba cómo mis deseos por los hombres, mientras me mantenía ocupada, mermaban. Nunca entendí bien el porqué de tanto deseo por la carne, lo adjudicaba a encontrarme sola, sin marido, sin familia. Sola. Mi madre me había casado con un hombre mayor por cuestiones económicas, el se portaba bien conmigo, pero tenía un pene pequeño. Siempre lo mencionaba en mis citas y despertaba risas burlonas o miradas inquietante.......... 

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