Mural

El viento helado arrastraba las hojas secas por las calles del barrio. Yo observaba desde la ventana empañada de mi comedor a los niños que ingresaban a la escuela. Hoy la casa estaba impregnada de una tristeza palpable, como si los muros pudieran recordar. Había pasado más de una década, pero el peso de la ausencia de mi esposo, algunos días, me asfixiaba.


Me había acostumbrado a ser viuda de un activista incansable, un hombre que no temía alzar la voz contra un régimen opresivo que gobernaba. Su valentía, sin embargo, tuvo un costo altísimo: una noche de invierno, como este invierno, fue arrestado y nunca más supe de él.


Con el tiempo, nuestra casa, ahora mi casa, se había convertido sin darme cuenta en un símbolo de resistencia. Grupos de derechos humanos, organizaciones políticas y antiguos compañeros de mi marido seguían llegando, a visitarme en las mismas fechas, buscando mi apoyo para una vigilia en su nombre y así mantener viva la memoria y la lucha del pueblo. Yo los recibía con una sonrisa cansada, entendiendo sus buenas intenciones, pero en mi interior, un anhelo creciente por dejar todo atrás me consumía.


Esa tarde, mientras las nubes teñían el cielo de tonos grises, el timbre de la puerta sonó. Era una muchacha, parecía una joven apasionada llena de energía, perteneciente a alguna organización política. Ella me explicó un proyecto colectivo: un memorial en honor a mi esposo, un lugar que recordaría su legado y su sacrificio.


La escuché en silencio, sintiendo cómo cada palabra caía con un peso agridulce. Agradecía su esfuerzo y la dedicación, pero también sentía una desesperación latente. Estaba atrapada en un ciclo interminable de dolor y recuerdos que no me dejaban avanzar. Me sentía pésimo; mi marido merecía ser recordado por sus compañeros, pero yo merecía poder seguir adelante.


Seguí escuchando a la muchacha que, entre mate y mate, de forma educada, intentaba explicarse en su idea. Ella no quería que esto fuera una carga para mí y encontraba inocente su postura de querer hacerme sentir acompañada. No le respondí ni un sí ni un no, y se fue no del todo satisfecha con mi decisión, pero me ofreció su contacto por si necesitaba hablar algo.


Después de que la chica se fue, me senté en el viejo sofá de mi esposo, rodeada de su ausencia. Cerré los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, permití que mis lágrimas fluyeran libre y dolorosamente como si todo hubiera sucedido ayer. 


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