El viento helado arrastraba las hojas secas por las calles del barrio. Yo observaba desde la ventana empañada de mi comedor a los niños que ingresaban a la escuela. Hoy la casa estaba impregnada de una tristeza palpable, como si los muros pudieran recordar. Había pasado más de una década, pero el peso de la ausencia de mi esposo, algunos días, me asfixiaba. Me había acostumbrado a ser viuda de un activista incansable, un hombre que no temía alzar la voz contra un régimen opresivo que gobernaba. Su valentía, sin embargo, tuvo un costo altísimo: una noche de invierno, como este invierno, fue arrestado y nunca más supe de él. Con el tiempo, nuestra casa, ahora mi casa, se había convertido sin darme cuenta en un símbolo de resistencia. Grupos de derechos humanos, organizaciones políticas y antiguos compañeros de mi marido seguían llegando, a visitarme en las mismas fechas, buscando mi apoyo para una vigilia en su nombre y así mantener viva la memoria y la lucha del pueblo. Yo los recibía c